Tomo el
cuaderno que siempre llevo conmigo en la cartera y, con el lapicero, decido
escribir la carta que en los últimos dos años de mi vida he construido cientos
de veces en mi cabeza. Mientras la salsa de la pasta se va cocinando a fuego
lento y tú la vas revolviendo, saboreas un merlot y me llevas una copa hasta
donde estoy. Me sonríes con ternura y tus ojos tienen el color miel un poco más
intenso que ayer, como si hubieras acabado de llorar. ¿Acaso no te has dado
cuenta de que estoy meditabunda?, ¿no has percibido que anoche que hicimos el
amor pensaba en ellos? Sí, eso pasó. Mientras mi cuerpo estaba contigo mi mente
se iba para donde ellos. Es que mi lugar no está contigo, es al lado de ellos,
de mi hijo y mi ex esposo.
Queridos
Luis y Antonio, así empiezo la carta represada en mi mente, este fin de semana
los he pensado mucho. Extraño las tardes de domingo, como la de hoy, en la que
íbamos a un parque, en familia. Antonio: era tan divertido correr detrás de ti,
comprarte algodón de azúcar y sentir tus manos pegajosas luego de que te lo
comías. Tu papá se reía de nosotros dos porque corríamos despacio y amenazaba
con cogernos y tumbarnos a punta de amor si no acelerábamos el paso. ¡Ayyy,
cómo duelen estas tardes que ya no existen!
Interrumpes
mi escritura llamándome a comer. Tú no te imaginas los pensamientos que me
agobian ni las palabras que hay en mi cuaderno. Dispones una silla al lado de
la tuya y me sirves un poco más de vino. Pruebo la pasta sin mucho entusiasmo,
mis papilas gustativas se dilatan con el intenso sabor del tocino matizado con
la crema de leche. El plato colma mis expectativas gastronómicas pero mi mente,
imbuida en ellos, no me deja disfrutar.
Me
detengo luego del tercer bocado, te miro y las lágrimas comienzan a correr
involuntariamente por mis mejillas. Coges un pañuelo y lo acercas a mi rostro.
Me abrazas, me tumbo en los músculos perfectamente demarcados de tu pecho,
¿cómo te diré los dolores que me embargan?