domingo, 13 de septiembre de 2015

La carta


Estoy sentada en el último peldaño de la cabaña rústica, que queda en medio del bosque, de este pueblo que por años ha invitado a los amantes a enredarse en besos y abrazos al calor de las fogatas y la compañía del vino. Observo las figuras indígenas incrustadas en la parte más alta del techo. Están hechas de ladrillos y botellas verdes. Me detengo un rato en los azulejos de colores que en abstracciones decoran la cocina en la que tú preparas ese fetuccini a la carbonara. El solo olor del tocino soltando grasa en el sartén entra por mi nariz y llega hasta mi boca haciéndola agua.

Tomo el cuaderno que siempre llevo conmigo en la cartera y, con el lapicero, decido escribir la carta que en los últimos dos años de mi vida he construido cientos de veces en mi cabeza. Mientras la salsa de la pasta se va cocinando a fuego lento y tú la vas revolviendo, saboreas un merlot y me llevas una copa hasta donde estoy. Me sonríes con ternura y tus ojos tienen el color miel un poco más intenso que ayer, como si hubieras acabado de llorar. ¿Acaso no te has dado cuenta de que estoy meditabunda?, ¿no has percibido que anoche que hicimos el amor pensaba en ellos? Sí, eso pasó. Mientras mi cuerpo estaba contigo mi mente se iba para donde ellos. Es que mi lugar no está contigo, es al lado de ellos, de mi hijo y mi ex esposo.

Queridos Luis y Antonio, así empiezo la carta represada en mi mente, este fin de semana los he pensado mucho. Extraño las tardes de domingo, como la de hoy, en la que íbamos a un parque, en familia. Antonio: era tan divertido correr detrás de ti, comprarte algodón de azúcar y sentir tus manos pegajosas luego de que te lo comías. Tu papá se reía de nosotros dos porque corríamos despacio y amenazaba con cogernos y tumbarnos a punta de amor si no acelerábamos el paso. ¡Ayyy, cómo duelen estas tardes que ya no existen!

Interrumpes mi escritura llamándome a comer. Tú no te imaginas los pensamientos que me agobian ni las palabras que hay en mi cuaderno. Dispones una silla al lado de la tuya y me sirves un poco más de vino. Pruebo la pasta sin mucho entusiasmo, mis papilas gustativas se dilatan con el intenso sabor del tocino matizado con la crema de leche. El plato colma mis expectativas gastronómicas pero mi mente, imbuida en ellos, no me deja disfrutar.


Me detengo luego del tercer bocado, te miro y las lágrimas comienzan a correr involuntariamente por mis mejillas. Coges un pañuelo y lo acercas a mi rostro. Me abrazas, me tumbo en los músculos perfectamente demarcados de tu pecho, ¿cómo te diré los dolores que me embargan?

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