Esa
tarde comenzamos lento, con un beso, mis bragas negras desconceptuaron el
recorrido que tus manos llevaban por mi rostro. Llegaste a mi
humedad y te detuve. Saqué el libro Rayuela, de Cortázar, y comencé a
susurrarte al oído. Tus manos, con desespero, leían mi cuerpo con la misma
cadencia que yo iba degustando este fragmento, del capítulo siete:
“Toco tu boca, con un dedo voy tocando el borde te boca... "
Interrumpiste
la lectura que te hacía; tomaste mis manos y me llevaste al lugar más claro de
la habitación, de allí se divisaba el Mediterráneo. Te paraste frente a mí -al
fondo el mar - y con tu pasión resuelta, me creaste con la lente de tu cámara.
Luego
dejaste tu cámara y fuiste por la bandeja de frutos secos y salados, que estaba
en la cama, en la que me tendiste. Hiciste un camino salino desde mi Venus
hacia mis pechos y te comiste uno a uno esos frutitos, deleitosa mezcla que se
fundía en mis caderas y mi sexo. Ahí, jugueteaste con tu lengua hasta que te di
un mordisco en una de tus orejas. Tu daga, inquieta, buscaba mis
profundidades y, contigo abajo, nuestros placeres danzaron.
La
petit morte comenzó a entrometerse
entre nosotros y, con respiraciones agitadas, me llevaste a la esquina de la
habitación donde terminamos ese amor…
Aún
hoy, cuando recuerdo esa tarde en Mediterráneo, se humedecen mis ganas por ti.