Gilberto habitualmente
se sentaba en el mismo sitio de El Eslabón: en el banco, al final de la barra. El
local por lo general no se llenaba, el taburete solía estar desocupado y
precisamente no era muy cómodo.
Aquel hombre, vestido
de negro desde su cabeza –con frecuencia llevaba boina– hasta sus medias (excepto
por los zapatos rojos de charol y punta blanca, que dejaban eco cuando él
caminaba), siempre pedía un oporto al barman.
Lo olía y luego exhalaba una gran bocanada de aire, que vaciaba sus
pulmones, antes de que él tomara el primer sorbo. Retenía el licor por un
minuto, en la punta de su lengua, e iba tragando de a poco mientras sentía el
cosquilleo en su maxilar. Este era un ritual para Gilberto antes de sacar sus
carboncillos y la bitácora en la que dibujaba las ilustraciones para sus
clientes.
El hombre pasaba
entre cuatro y cinco horas diarias en El Eslabón, casi nunca había nadie más en
la barra, a excepción del día en el que Coralia fijó su mirada en la bitácora
de Gilberto. Él, con trazos raudos y seguros, continuó su ilustración sin mirar
a la chica. Solo advirtió su presencia cuando pidió la cuenta y se levantó para
marcharse. «Vaya mirada astuta la de esta mujer», pensó Gilberto.
Al otro día
Gilberto llegó al bar a la hora acostumbrada, cuatro de la tarde. Intentó
instalarse al final de la barra, en el asiento que solía estar libre, pero allí
estaba Coralia. Gilberto no pudo disimular su descontento, que se manifestó con
sudor en la frente y sus manos, y tuvo que sentarse al inicio de la barra. Esta
vez pidió aguardiente y lo bebió de un tirón como si se estuviera tragando la
rabia por la ruptura de su rutina.
Sacó su bitácora y
notó que no tenía uno de los siete carboncillos que llevaba siempre. Esto lo
puso nervioso y una gota de sudor cayó sobre la ilustración del desnudo
femenino que estaba a punto de culminar. «Maldita sea», se lamentó Gilberto
entre dientes. Al final de la barra Coralia observaba cada uno de los
movimientos del hombre y se acercó presurosa, con un pañuelo en la mano, cuando
se percató de que algo había sucedido con el dibujo.
Gilberto se detuvo
en los ojos miel de Coralia, de pestañas crespas y maquillaje discreto. Ella
tenía la mano estirada, con el pañuelo, que él no quiso recibirle. «No se
moleste, mi dibujo está arruinado, tendré que empezar de cero».
«Veo que es un
desnudo femenino lo que estaba haciendo», dijo Coralia. «¿Qué tal si dibuja mis
pies?».
Gilberto tenía una
obsesión con los pies de las mujeres, él pensaba que no todas eran dignas de
calzar sandalias y que eran muy pocas las que tenían una perfecta armonía entre
sus dedos. Si el pie de una mujer no tenía el dedo índice ligeramente más largo
que el dedo corazón, ya perdía el interés en esta parte del cuerpo e incluso en
la mujer.
Cuando Gilberto
vio que los pies de Coralia, quien calzaba unas sandalias beige, estilo romano,
estaban dentro de sus cánones los recorrió de punta a punta y se quedó
contemplándolos, en silencio, por diez minutos. Entre tanto Coralia fijó la
mirada en las manos de Gilberto, que de pronto empezaron a moverse de manera
decidida sobre una hoja en blanco. Rápidamente los trazos formaron los pies de
Coralia y en un lapso de media hora la ilustración estaba lista.
«Llévesela» le
dijo Gilberto a Coralia, extendiéndole el dibujo.
«Me la llevo si me
dibuja completa», asintió Coralia.
Gilberto dejó el
pago de su cuenta y el de Coralia en la barra de El Eslabón y ambos salieron
del lugar, de prisa, como pidiéndole al reloj que detuviera sus manecillas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario