lunes, 16 de noviembre de 2015

Las caras de Gloria


Este olor a guiso que impregna mi ropa me tiene hastiada. Todos los días batiendo el chocolate a las cuatro de la mañana y sirviendo el desayuno para que Mauricio y Ángela María se vayan a trabajar; y yo me quedaré aquí, en estas cuatro paredes, yendo del patio a los cuartos con la ropa que está lista para ser guardada. Entre escobas, traperos y limpiones, como vengo desde hace cuarenta años, cuando me casé con Mauricio. Necesito hacer algo para salir de esta rutina, a mis sesenta y cinco años tengo que empezar a vivir.

Gloria ya ni el desayuno lo hace bien, es un desastre sentir este chocolate grumoso en mi paladar, y ni qué decir del polvo que se va acumulando en esta casa, lo que más me molesta es que frunce el ceño cada que Ángela María y yo le hablamos. A mí ya no me dice <<gordo>>, me llama por mi nombre a secas: <<Mauricio>>, así es como me nombra cuando está enojada. Y a la pobre Ángela María, a ella la cantaletea porque tiene treinta y cinco años, no se ha casado y aún vive en casa con nosotros ¿A qué horas Gloria se volvió huraña?

Son las cinco y cuarenta y cinco de la mañana de un día laboral, Ángela María y Mauricio se fueron a trabajar y Gloria está otra vez sola, en su casa. Hoy no trapeó, no barrió, tampoco bajó la ropa del tendedero, no la planchó ni la guardó en los armarios. Tan pronto Mauricio y Ángela María se fueron, Gloria echó baño de espuma en su bañera, un poco de sal marina con romero y camomila, se quitó la bata impregnada de olor a guiso y se sumergió durante dos horas en el agua aromatizada. Con puñados de sal marina masajeó de manera circular las plantas de sus pies, las palmas de sus manos, su vientre, su nuca, su cuello y sus senos. Por un momento recordó que Mauricio hacía mucho rato que no acariciaba su cuerpo y quiso sentirse deseada, experimentar nuevas sensaciones.

Gloria salió del baño y en internet ingresó a una página para buscar pareja. Allí contactó a Marcela y a Ignacio. A Marcela le escribió como si fuera Carlos José y a Ignacio, como si fuera Ángela María, su hija, adoptando su personalidad. En la página tenía que crear un perfil, con sus gustos (realmente escribió los de Carlos José y los de Ángela María), edad, lo que buscaba en la pareja. Y así fue como Gloria inventó la historia de Carlos José y la de Ángela María y cruzó e-mails con Marcela e Ignacio.
Ignacio le pidió a Ángela María que tuvieran una video conferencia por Skype. Ellos llevaban una semana chateando y escribiéndose correos electrónicos. En esa oportunidad, para que su verdad no fuera descubierta, Ángela María le escribió a Ignacio que su webcam estaba dañada y que tendrían que seguir chateando y cruzando correos.

Marcela prefería esperar el viaje de trabajo que tendría, en un par de meses, a la ciudad en la que vivía Carlos José, para conocerlo. Entre tanto, Carlos y Marcela seguían escribiéndose correos:
Marce, ya llevamos dos meses contactándonos y hoy he visto diez veces las fotografías que me has enviado. Adoro cómo cae tu cabello dorado sobre tus hombros descubiertos, tu rosada y voluptuosa boca la imagino en mis labios y me pierdo en ellos mientras escucho canciones de Amy Winehouse. Son las mismas que quiero que escuchemos en nuestra primera cita, la que imagino será en mi apartamento, a la luz de las velas, con vino rosé y el lomo con setas que preparo. Ansío el momento de tenerte frente a mí y enredar mis manos en tus hilos dorados.
Con deseos de verte pronto,
Carlos José.

A ese correo Marcela le respondió a Carlos José que en una semana podrán conocerse porque tendría un viaje de negocios a la ciudad en la que residía.
-¿En qué andas Gloria?, hace un par de meses te veías de mal genio, estabas cocinando pésimo y cada que la nena y yo te hablábamos fruncías el ceño y contestabas con cuatro piedras en la mano, hoy el desayuno está como para chuparse los dedos y eres la mujer más dulce del universo, ¿qué te tramas, mujer? -preguntó Mauricio a Gloria.

-No es nada, gordo. Simplemente decidí ponerle cara amable a la vida –respondió Gloria.
-Es rico verte feliz, mamá, me alegra mucho –comentó Ángela María.

Más se demoraron Ángela María y Mauricio en salir de la casa, que Gloria en sentarse frente al ordenador para responder a Marcela:
Marcelita, mi amor, discúlpame por lo que leerás en las siguientes líneas. Lamento que no podremos conocernos pronto y me temo que nunca. Ayer me diagnosticaron un cáncer. Un gusto haber soñado contigo.
Con dolor,
Tu Carlos José.

Nuevamente Gloria salió bien librada y pudo mantener su juego en secreto, lo que no pasaría en la noche. Ella no sabía las intenciones de Ignacio. Luego del correo que escribió a Marcela, Gloria cocinó mariscos en leche de coco, patacón y arroz dulce. Se puso un vestido negro de seda, que le llegaba a la rodilla, y se maquilló en tonos tierra. Así esperó a Mauricio y a Ángela María.

El primero en llegar a casa fue Mauricio, quien abrió la boca y los ojos cuando vio a Gloria. Le preguntó qué se estaba celebrando y esta vez la saludó de beso en la boca, como no lo hacía hace más de un año. Cuando Ángela María entró a la casa halagó a su mamá y le dijo que el negro le venía muy bien. Los tres se sentaron a la mesa, perfectamente servida por Gloria, quien hizo un brindis por familia. Miró a su esposo y a su hija y les pidió perdón por lo hosca que había estado unos meses atrás.

Llegó el momento del postre y sonó el timbre de la casa. Gloria se paró a abrir la puerta, no preguntó quién era porque estaba esperando un domicilio, abrió sin fijarse en la mirilla. Cuando menos pensó, Ignacio estaba de pie, en la entrada de su casa.  

lunes, 9 de noviembre de 2015

Curando en guerra


La maleta de cuero marrón estaba encima de la cama en que dormía Dimitri Bourdon. El pollo al vino que su tía Madelaine preparaba (desde hace quince años, todos los viernes para la cena) tradición que heredó de su hermana y madre fallecida de Dimitri, invadía la sala y el comedor.

-Made, mañana en la tarde estaré en Bélgica atendiendo a los pacientes de guerra y cumpliendo mi gran objetivo después de haberme licenciado como médico. A mis veintiséis años será mi primer gran reto como profesional, solo espero que la no participación de mi Francia querida en el pacto nazi-soviético, el año pasado, mantenga quietas a las tropas de Hitler.

-Hijo –así le decía Madeleine a Dimitri incluso cuando la madre de él estaba viva-, desde que empezaste a estudiar medicina tu único propósito ha sido salvar vidas, estoy segura de que hasta darías tu vida por los demás, entonces no veo por qué no puedas cumplir tu objetivo.

-Esperemos que así sea, Made. Aprovecho para darte las gracias por pagarme la universidad en épocas de guerra, has gastado la mayoría de tus ahorros en mí, ya es tiempo de que dejes de invertir en los demás, a tus setenta y cinco años es más que justo que gastes tu dinero en lo que te plazca.
-Hijo, sabes que lo hice con todo el amor de madre, nunca tuve mis hijos y tú eres todo para mí. Tu madre siempre tuvo un lugar para mí en vuestra casa, darte el estudio es lo mínimo que puedo retribuirles. Me harás mucha falta mientras estés en Bélgica, aunque estoy feliz porque cumplirás tu sueño de salvar vidas.

Dimitri olió la copa de su armagnac antes de beber el primer sorbo, luego de la comida, mientras miraba la calle sin transeúntes y Madeleine recogía la mesa. Las manos del joven estaban heladas y en su estómago parecía que había un festón de grillos que no paraban de cantar. Esta sensación no le gustaba a Dimitri casi siempre la sentía cuando algo malo iba a ocurrir.
Dimitri se paró de la silla en la que reposaba y se fue al cuarto de baño de su habitación; entretanto, Madeleine repasaba una vez más, con la palma de sus manos, la tela acartonada de las camisas almidonadas de su sobrino. Las alineó perfectamente y cerró la maleta que estaba encima de la cama de Dimitri.

Nueve en punto de la noche, de un viernes de abril de 1940. Un estallido es lo último que recuerda Dimitri antes de despertar dentro de los escombros y a oscuras. Aturdido, una hora después de la explosión, se paró a trompicadas a buscar a Madelaine. Él recordó que en su bolsillo tenía una linterna pero su uso fue en vano, recorrió todo lo que quedó del apartamento y no la halló.

Descendió por las escaleras en ruinas del edificio, que había sido atacado hace poco por los nazis, y sintió la sangre que le corría por todos lados. Se detuvo unos minutos y tocó, desde la cabeza a los pies, cada una de las partes de su cuerpo revisando que las contusiones fueran menores. Cuando estuvo seguro de que tendría fuerzas suficientes para atender y tranquilizar a los heridos que escuchaba a lo lejos inició de nuevo su marcha. A tres metros de las escaleras escuchó que algo se movía; aceleró el paso lo que más pudo y corrió trozos de pared, ladrillos y varillas hasta que encontró al viejo André. Le indicó que no se moviera y con su camisa le hizo un torniquete en el brazo derecho. Lo volteó de lado como quien coge entre sus manos un terrón de azúcar y vio que el pedazo de madera que tenía en su trapecio  derecho había perforado el pulmón. Dimitri elevó su mirada al cielo, oró por unos segundos, le puso la mano a don André en la frente y le indicó que descansara.

Aún no había terminado de salir de la impresión cuando escuchó la voz de la pequeña Chantal llamando a su mamá, inmóvil y cubierta de escombros. Dimitri le pidió que se quedara quieta mientras quitaba todo lo que tenía encima de su cuerpo frágil. La niña solo tenía rasguños en sus extremidades y en su cara. Las heridas más hondas le quedarían en el corazón y se imprimirían segundos después de que Dimitri la rescató.

Él le pidió a Chantal que se quedara sentada en el lugar donde la había encontrado mientras buscaba a su mamá. No tardó mucho en hallarla sin vida. Dimitri se atragantó con un grito que estalló en lágrimas cuando vio la yugular de la madre de Chantal atravesada por una varilla de hierro. Solo pudo volver la vista hacia la niña e indicarle que permaneciera inmóvil.

Cuándo terminará este holocausto, pensaba Dimitri. Con dificultad se alejó del cuerpo inerte de la madre de Chantal y volvió a buscar a Madeleine. Chantal lo siguió sin que él se diera cuenta.
Dimitri, tres horas después de estar subiendo y bajando por las escalas destruidas del edificio, sintió la boca seca, las piernas débiles y los brazos pesados. Se sentó en un rincón y metió la cabeza entre sus rodillas.

-Dimitri, no te preocupes, mañana estarás en Bélgica –escuchó el joven mientras cerraba sus ojos.


domingo, 8 de noviembre de 2015

Magia


En poco menos de treinta días las calles estarán adornadas con Viejos Noel y luces de colores,
y yo estoy sentada bajo a ceiba del jardín, en la que me he sentado los últimos diez años, los domingos, de tres a seis de la tarde.
En retrospectiva imágenes de tardes dominicales, de brazos y piernas enredadas, vienen a mi cabeza.
Un frío otoñal se instala en miss huesos y me vuelve la piel de gallina.
Amo lo que estoy creando,
deliro entre lienzos, pigmentos y pinceles.
Imagino en las páginas en blanco y las tintas van dejando su rastro indeleble en mis libretas.
La soltura y fluidez sorprenden y visitan mis insomnios cada noche.
Vuelvo a la ceiba, hundo mi cabeza en mis rodillas abrazo mis piernas.
Sí, hoy hay colores y la soledad no es un abismo, ni mi vida costumbre.
Sí, hoy hay mariposas que visitan mi jardín y aún hay lágrimas ruedan mis mejillas.
Sí, hoy aún espero esta magia compartida.

Noche


Noche, llegas otra vez con tus incertidumbres,
con tus preguntas,
tus nostalgias,
con lágrimas atrancadas en la garganta,
con algo que crece en el pecho y no se va.
Noche, acalla la voz que no cesa de gritarte ese vacío
que hoy, en medio de la lluvia, ni el lienzo ni el color llenan.