La maleta de cuero marrón
estaba encima de la cama en que dormía Dimitri Bourdon. El pollo al vino que su
tía Madelaine preparaba (desde hace quince años, todos los viernes para la
cena) tradición que heredó de su hermana y madre fallecida de Dimitri, invadía
la sala y el comedor.
-Made, mañana en la tarde
estaré en Bélgica atendiendo a los pacientes de guerra y cumpliendo mi gran
objetivo después de haberme licenciado como médico. A mis veintiséis años será
mi primer gran reto como profesional, solo espero que la no participación de mi
Francia querida en el pacto nazi-soviético, el año pasado, mantenga quietas a
las tropas de Hitler.
-Hijo –así le decía
Madeleine a Dimitri incluso cuando la madre de él estaba viva-, desde que empezaste
a estudiar medicina tu único propósito ha sido salvar vidas, estoy segura de
que hasta darías tu vida por los demás, entonces no veo por qué no puedas
cumplir tu objetivo.
-Esperemos que así sea,
Made. Aprovecho para darte las gracias por pagarme la universidad en épocas de
guerra, has gastado la mayoría de tus ahorros en mí, ya es tiempo de que dejes
de invertir en los demás, a tus setenta y cinco años es más que justo que
gastes tu dinero en lo que te plazca.
-Hijo, sabes que lo hice
con todo el amor de madre, nunca tuve mis hijos y tú eres todo para mí. Tu
madre siempre tuvo un lugar para mí en vuestra casa, darte el estudio es lo
mínimo que puedo retribuirles. Me harás mucha falta mientras estés en Bélgica, aunque
estoy feliz porque cumplirás tu sueño de salvar vidas.
Dimitri olió la copa de
su armagnac antes de beber el primer sorbo, luego de la comida, mientras miraba
la calle sin transeúntes y Madeleine recogía la mesa. Las manos del joven
estaban heladas y en su estómago parecía que había un festón de grillos que no
paraban de cantar. Esta sensación no le gustaba a Dimitri casi siempre la
sentía cuando algo malo iba a ocurrir.
Dimitri se paró de la
silla en la que reposaba y se fue al cuarto de baño de su habitación;
entretanto, Madeleine repasaba una vez más, con la palma de sus manos, la tela
acartonada de las camisas almidonadas de su sobrino. Las alineó perfectamente y
cerró la maleta que estaba encima de la cama de Dimitri.
Nueve en punto de la
noche, de un viernes de abril de 1940. Un estallido es lo último que recuerda Dimitri
antes de despertar dentro de los escombros y a oscuras. Aturdido, una hora
después de la explosión, se paró a trompicadas a buscar a Madelaine. Él recordó
que en su bolsillo tenía una linterna pero su uso fue en vano, recorrió todo lo
que quedó del apartamento y no la halló.
Descendió por las escaleras
en ruinas del edificio, que había sido atacado hace poco por los nazis, y
sintió la sangre que le corría por todos lados. Se detuvo unos minutos y tocó,
desde la cabeza a los pies, cada una de las partes de su cuerpo revisando que
las contusiones fueran menores. Cuando estuvo seguro de que tendría fuerzas
suficientes para atender y tranquilizar a los heridos que escuchaba a lo lejos
inició de nuevo su marcha. A tres metros de las escaleras escuchó que algo se
movía; aceleró el paso lo que más pudo y corrió trozos de pared, ladrillos y
varillas hasta que encontró al viejo André. Le indicó que no se moviera y con
su camisa le hizo un torniquete en el brazo derecho. Lo volteó de lado como
quien coge entre sus manos un terrón de azúcar y vio que el pedazo de madera
que tenía en su trapecio derecho había
perforado el pulmón. Dimitri elevó su mirada al cielo, oró por unos segundos,
le puso la mano a don André en la frente y le indicó que descansara.
Aún no había terminado de
salir de la impresión cuando escuchó la voz de la pequeña Chantal llamando a su
mamá, inmóvil y cubierta de escombros. Dimitri le pidió que se quedara quieta
mientras quitaba todo lo que tenía encima de su cuerpo frágil. La niña solo
tenía rasguños en sus extremidades y en su cara. Las heridas más hondas le
quedarían en el corazón y se imprimirían segundos después de que Dimitri la rescató.
Él le pidió a Chantal que
se quedara sentada en el lugar donde la había encontrado mientras buscaba a su
mamá. No tardó mucho en hallarla sin vida. Dimitri se atragantó con un grito
que estalló en lágrimas cuando vio la yugular de la madre de Chantal atravesada
por una varilla de hierro. Solo pudo volver la vista hacia la niña e indicarle
que permaneciera inmóvil.
Cuándo terminará este
holocausto, pensaba Dimitri. Con dificultad se alejó del cuerpo inerte de la
madre de Chantal y volvió a buscar a Madeleine. Chantal lo siguió sin que él se
diera cuenta.
Dimitri, tres horas
después de estar subiendo y bajando por las escalas destruidas del edificio,
sintió la boca seca, las piernas débiles y los brazos pesados. Se sentó en un
rincón y metió la cabeza entre sus rodillas.
-Dimitri, no te preocupes,
mañana estarás en Bélgica –escuchó el joven mientras cerraba sus ojos.
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